Mirando de reojo el libro, el farmacéutico hizo una mueca, se acomodó los anteojos y, casi como para sí, soltó: "Los amores difíciles, ¡ja! ¿Y se puede saber cuáles son los fáciles?". Su comentario, haciendo referencia al título de Italo Calvino que yo leía en ese momento, me arrancó una sonrisa. Íntimamente le di la razón.
Si la relación con uno mismo tiene sus complejidades, ¿cómo no habría de tenerlas la relación con otro? Si cada uno de nosotros es un mundo, cada encuentro con el mundo del otro equivaldría casi a un choque de planetas- segundas intenciones al margen-, con todas sus implicancias.
Ahora bien: a las dificultades lógicas, ¿no agregaremos muchas innecesarias? Si en vez de intentar convertir al otro en la persona que no es lo aceptáramos con su bagaje de virtudes y defectos, ¿no nos evitaríamos peleas, frustraciones y lamentos? ¿No sería mejor intentar quererlo por todo lo que hay en él, que quejarnos por lo que falta? Y si dejáramos de lado el orgullo, ¿no ahorraríamos también tantas discusiones que sólo tienen por objeto paladear una agridulce sensación de triunfo, un haber ganado no se sabe bien qué?
En el final de “Annie Hall. Dos extraños amantes”, Woody Allen reflexiona a partir del siguiente cuento: un hombre, desesperado, corre a ver a su psiquiatra. “Doctor, doctor, no sé qué hacer, Mi hermano se cree una gallina”. “Hombre, qué barbaridad... Intérnelo”, le dice el profesional. “No, no, no puedo”, contesta el hombre. “¿Pero por qué no?”, insiste el psiquiatra. “Porque necesito los huevos”.
Así, concluye Woody, son las relaciones humanas: locas, irracionales, absurdas. Pero seguimos intentándolas, porque necesitamos los huevos.