Mariana salía de la escuela, la buscaba su noviecito de turno y se iban al parque a darse unos besos. Todos los días la misma película durante los últimos años del secundario. “Cuando entré a la universidad, encontré un mundo distinto. Conocí gente nueva y me empezaron a gustar otras personas”. Así supo que aquél primer amor había quedado atrás y se abrieron las puertas a los nuevos romances. Hasta que llegó uno muy especial. “Nos enamoramos a primera vista”.
Mariana (42), dice que ni loca da su apellido y mucho menos se deja fotografiar. Pero si queremos, cuenta su historia. “Cuente, cuente”, diría Lacan. Y la escuchamos. Ella se ríe cuando recuerda sus primeros momentos con Daniel, hoy su marido, con quien mantienen una relación abierta, libre, free: cada uno hace su vida, pero siguen juntos.
“Nos conocimos en la facultad, nos quedábamos en el café charlando sin parar, nos fascinaba leer y discutir temas juntos hasta que nos dimos cuenta de que queríamos ser más que compañeros de estudio”. Conclusión: a los seis meses se fueron a vivir juntos y hoy, quince años después, siguen en el mismo hogar que comparten en San Telmo.
“Obviamente ya no somos esos adolescentes, pero seguimos enamorados como el primer día porque después de las crisis que pasamos, estamos mucho más fuertes”. Durante sus primeros meses de convivencia, vivieron momentos ideales, “todo era color de rosa”, hasta que el cielo empezó a nublarse y llegaron los días negros. “Comenzamos muy jóvenes nuestra relación, crecimos juntos, con todo lo que eso implica. Siempre fuimos muy independientes. Teníamos nuestras citas en grupo con amigos comunes, pero también salíamos por separado. Si bien ninguno de los dos nunca fue celoso, muchas veces se generaban planteos porque a los dos nos aparecían deseos de estar con otras personas.
Responso para un modelo
“Nos separamos un tiempo, Daniel se fue a vivir siete meses con un amigo hasta que nos encontramos un día en el colectivo, en el centro”. No se dijeron nada. Estuvieron juntos y después de una larga charla “nos dimos cuenta de que queríamos explorar nuestra sexualidad, cada uno por su lado. Yo empecé a estar con algunos amigos u hombres que conocía en reuniones sociales”. Y con Daniel no hubo más que hablar. “Él estaba sintiendo lo mismo, eso fue lo bueno, estábamos los dos atravesando etapas similares”. Entonces hubo una vuelta de página, y Mariana inauguró algo inesperado: vivir una relación abierta con el hombre al que seguía considerando su “gran amor”.
“Nos dimos cuenta de que la monogamia a nosotros no nos funcionaba”. Al principio hubo momentos críticos porque ella tenía metido ese modelo de pareja al que se reconoce y acepta como “normal”, donde la infidelidad es pecado y traición. “Pensar en el clásico modelo de matrimonio me deprimía y a Daniel también. Era terrible y doloroso porque yo creía que había algo mal en mí, hasta que empecé con una terapeuta que me ayudó a conocerme y me abrió los ojos. No era diabólico sentir lo que sentía, era un sentimiento diferente a los de la mayoría. Tuve que entender que existen otras formas de vivir el amor”.
Una experiencia rarísima
Más allá del acuerdo, del pacto, la tensión entre los deseos y los prejuicios los sometieron a una dura batalla interior. “Al principio nos costó bastante, porque si bien estábamos decididos, no sabíamos cómo íbamos a reaccionar, cómo nos iba a ir, qué íbamos a sentir. Y después de unos meses de estar con otras personas, decidimos hacer algo en conjunto. Apareció una amiga, con ella tuvimos una experiencia rarísima desde el principio, pero finalmente maravillosa. Fue muy desconcertante. Cuando ella entró por la puerta de nuestra casa, estábamos muy nerviosos. Nos temblaban las piernas. Hicimos toda la escena como si fuese una cita, pero juntos. Preparamos la cena, miramos películas hasta que se dio el momento y cuando pasaron los agites de miedo, todo se dio muy naturalmente”.
El click
En ese momento, la ansiedad, la angustia, dio paso a la calma. Mariana se dio cuenta que ése era el tipo de relación que iba con ella. Y también con él. “Fue un gran alivio saber que encontramos la solución para la incomodidad que sentíamos en la pareja, sobre todo a nivel sexual. No nos sentíamos plenamente felices con la relación. Lo que sí es loco es que nunca tuve dudas acerca de lo que sentía hacia él”.
¿Existen reglas en una relación abierta? Mariana contesta que no, que en realidad “las etiquetas en el amor las ponemos nosotros mismos” y prefiere no rotular, no tipificar de ninguna manera el vínculo que encontró para su vida. Lo esperable, dice, es que “cada uno encuentre su propia forma de disfrutar el amor”. Para Mariana, lo importante es estar seguro de lo que queremos y lo que deseamos hacer. Y siempre hablar. “La confianza es un pilar básico en la pareja, siempre hay que charlar los temas que perturban. Los problemas se agrandan cuando se los disimula o se los niega”. Y lo fundamental, además, es cuidarse. “Siempre tomo recaudos cuando estoy con otras personas. Es importante saber liberarse pero con conciencia, cuidándose”.
Mariana admite que muchas veces no quiere estar con nadie más que con Daniel. Otras, siente la necesidad de estar con otros. “Es un estado de libertad donde el deseo sexual no afecta ni modifica nuestros sentimientos. Yo aprendí que para cada uno el deseo funciona de cierta manera y que no hay que tenerle miedo a lo que se siente. Además es natural apreciar a otros, reconocer que son lindos o atractivos, poder decir ‘qué linda que es esa persona’ sin que necesariamente tenga que pasar algo más”.
El proceso no fue simple, pero las peleas y las separaciones nunca alejaron a Mariana del que sigue siendo su hombre. “Me ayudó mucho charlar con gente que se preguntaban las mismas cosas. ¿Qué es el amor?, ¿Con quién quiero estar?, ¿Quiero casarme, tener hijos?” Fue clave el papel de sus amigas y amigos. “Me ayudaron a repensar cosas de mi vida. Finalmente soy feliz, plena. Puedo estar con Daniel, pero sin la presión de la fidelidad sexual ni las mentiras de pareja y esas cosas”.
Bigamia pactada
(Por Sissi Ciosescu / Especial para Clarín Mujer)
La historia de Corina (55), es parecida pero diferente a la de Mariana. Sin embargo, en ambos casos, el común denominador es “el permiso” que estas dos mujeres se dan para explorar formas de relación en las que -sin estar “atadas” a un solo hombre- practican una “fidelidad” con concesiones que no afectan la estabilidad del vínculo principal.
El vínculo principal de Corina, en realidad, está duplicado. Y si hubiera que ponerle un título a su experiencia, acertaríamos con el que se lee arriba: “bigamia pactada”.
Corina vive en un PH de Palermo. Es psicóloga, soltera y nunca se casó. Le gusta viajar. “Los viajes me ayudan a vivir. ¿Casarme? ¿Para qué? ¡Y menos en mi situación actual!” dice y ella misma le pone título a su historia: “Somos los tres mosqueteros: todos para uno y uno para todos”. Hace 9 años que convive con Alberto (61), abogado y viudo, y con Alejandro (54), médico, divorciado y con dos hijos.
“A Alberto lo conocí cuando era chica. Después, no lo vi más hasta que lo reencontré justo cuando acababa de perder a su esposa. En la misma semana me presentaron a Ale y habíamos salido a tomar un primer café; nada formal pero con algunas mariposas en el estómago. Alberto me llamaba casi todas las noches y compartíamos historias de nuestra adolescencia en San Fernando. Lo invité a casa, cenamos. Pero los cafés con Ale a la salida del hospital eran imperdibles; tiene humor, vitalidad, siempre está proyectando algo y disfruta el presente”, cuenta.
A esta altura del relato, Corina reflexiona: “Creo que no me casé porque tengo un carácter de m... ¿Quién me iba a aguantar? Pero ahora que lo pienso, siempre quise dos cosas que nunca encontré en el mismo hombre: pasión para vivir como vaya pintando, pero también racionalidad para vivir una cotidianeidad tranqui. ¡Es una locura pretender que un hombre sea el Perla Negra y, al mismo tiempo, un metódico administrador de consorcios!”
La historia, a trazo grueso, sigue así: “Después de un año de estar con los dos y de sentirme deshonesta y culposa, un día los cité a los dos en la confitería del Museo Sívori. Los presenté y les dije todo de mi propio culebrón. Lo que nunca olvido fue la cara desencajada, el estupor de Alberto. Y, como contrapartida, la risa nerviosa de Alejandro. Cuando terminé, llamé a la mesera, pagué la cuenta y me fui. Me había armado un viaje a Buzios por una semana. Sola”.
“Regresé convencida de que jamás volvería a verles el pelo. Un domingo a la mañana, dos meses más tarde, aparecieron. Yo estaba tomando sol en casa. Uno traía dos botellas de Malbec y el otro una bolsa de carbón. 'La carne está en el auto', dijo Ale. '¿Podemos pasar?', preguntó Alberto. Entonces supe que se habían encontrado, habían charlado largo y tendido sobre el tema y habían pergeñado la idea que al principio me pareció inaceptable. Ale rompió el fuego: 'Vivamos los tres juntos. Tratemos de ensamblar nuestras vidas, hagamos la prueba'. Alberto aclaró que no me proponían un menage-a-trois. Tenés tres dormitorios. Cada uno al suyo. Podemos compartir gastos, gustos, amistad. Sexo por separado”, relata.
Corina cuenta que sortearon varias dificultades: los tres tenían horarios diferentes, por lo que debieron acordar algunas cuestiones no negociables como juntarse a cenar juntos al menos una vez por semana para hacer una suerte de balance y ajustar las tuercas o arreglar las goteras del trinomio.
Nadie sabía realmente qué iba a terminar pasando. “Podía salir un desastre o no, era un desafío”. Conclusión: en diciembre cumplieron 9 años de este ensamble afectivo. Todos los años se hacen un viajecito y ahí la cuestión se complica porque comparten habitación. “Esos días -dice Corina- son un sainete. Si conseguimos tres camas, todo bien. Pero cuando te ponen la matrimonial y una camita más, Alberto y Alejandro van a la camera y yo les saco fotos. ¡Todas movidas porque no puedo parar de reírme!”